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El iconógrafo o hagiógrafo.

El Iconógrafo no es meramente un pintor sino una persona de fé con una fuerte dimensión contemplativa que realiza un ministerio exquisitamente espiritual. Es un testigo de la tradición de la Iglesia, que describe con sus pinceles su propia contemplación interior de los misterios y la ofrece como cualquier otro cristiano lo hace con su predicación. Por eso reciben una especial bendición por parle de la Iglesia, que en algunas tradiciones llegaba incluso a celebrarse con la unción de sus manos con el santo crisma.

 

Es costumbre antiquísima que durante el ejercicio de la iconografía, los pintores ayunen, oren mucho y ejerciten su arte cantando salmos e himnos, para que su servicio sea completamente un ministerio de alabanza que más allá del momento de la ejecución quedará expresado para siempre como «glorificación de Dios». Sobre lodo oran diciendo en su mente y en su corazón la oración de Jesús o a Jesús, con la invocación: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy un pecador.

Ante todo el iconógrafo es un servidor de la Iglesia y de la fe del pueblo de Dios. Podemos comparar los iconógrafos a los autores de los himnos litúrgicos que han cantado y la ofrecen como alimento al Pueblo de Dios. La razón de ser de los iconos es la de servir a Dios y a los hombres. El icono es una ventana a través de la cual el Pueblo de Dios, la Iglesia, contempla el Reino; y por esta razón cada línea, cada color, cada trazo del rostro adquiere un sentido.

 

El canon iconográfico, formulado a lo largo de los siglos, no es una prisión que quiera privar al artista de su impulso creador, sino la protección de la autenticidad de lo que representa. Cuando pintamos a San Pedro, a San Pablo, a San Juan Crisóstomo, y al resto de los santos, tratamos de estar seguros de pintarlos según la tradición de la Iglesia, tal como la Iglesia los conoce y los mantiene en su viva memoria. No tenemos por tanto razón alguna para cambiar el rostro del santo o ningún otro de sus atributos, el tipo de su vestido o su color.

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Tampoco existe la más mínima razón para cambiar el estilo de la representación, ya que no hemos encontrado mejor medio para expresar en pintura un cuerpo que es vehículo del Espíritu Santo.

De esta forma el hagiógrafo se deja instruir por la Iglesia y deja que su arte se ajuste a los cánones impuestos por la tradición, para que refleje la fe y exprese la teología del misterio que él pinta; se pierde, por así decirlo, en el misterio de la Iglesia sin que eso suponga una perdida de su huella personal.

 

Actualmente hay un resurgir de este ministerio de la iconografía en toda la Iglesia, tanto oriental como occidental. Hay una resurrección del arte como en tiempos de san Andreij Roublév. Del contacto de cada iconógrafo con la tradición de la Iglesia y con su experiencia espiritual nos llega el hermoso testimonio de la iconografía hasta nuestros días.

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